
El otro Marcelo
Murió quien no bebía en exceso ni frecuentaba lugares inconvenientes. Hay una sola cosa en esta vida contra la cual no hay nada que hacer...
Marcelino Perelló
Hay una sola cosa en esta vida contra la cual no hay nada que hacer. Y esa cosa no es la vida. Es la no vida. La muerte. Puede uno tratar de evitar morir y, a veces, puede uno lograrlo. Pero una vez que la Parca se presenta y asienta sus reales, ya no hay nada qué hacer. No hay tal cosa como la “no-muerte”. La vida no lo es. Al revés. La muerte es la “no vida”.
Ya le he dicho, y hoy no tengo más remedio que repetirlo: los que tienen más años que yo son viejos. Los que tienen menos son jóvenes. Los que tienen mi edad, tienen la edad justa. Están en su prime.
Y cada vez que muere un joven me doy cuenta de que yo ya estoy en tiempo de compensación, si no es que de plano en tiempos extra. Y me doy de santos si no llego a la definición por penaltis. Ahí sí no las tengo todas conmigo. De chutar como quiera chuto, pero parar ya está más cabrón.
Esta vez la calaca, con la estola y sombrero de fiesta que le presta para las grandes ocasiones la Borola Burrón, vino por mi semitocayo Marcelo. Me hubiera gustado poderle llamar mi carnal, entre otras cosas porque habría sido una ocurrencia lograda, y no sólo por eso. Pero no es el caso.
Murió, como tantas veces ocurre, quien no debería haber muerto. Yo no sé qué pinches criterios tiene la pinche calaca, si es que tiene alguno. Me temo que no. Esto es una ruleta rusa, más pinche aún, en la que al que le toca, le toca. Así nomás, porque sí.
Murió quien no bebía en exceso, quien no frecuentaba lugares inconvenientes ni amistades desaconsejables. Quien llevaba una vida ordenada y razonablemente tranquila. Quien no estaba familiarizado con la rata muerta de las cajetillas de cigarros. Se desvelaba tantito, eso sí, leía y escuchaba música hasta tarde. Pero se despertaba relativamente temprano (nunca dormí junto a él), como a las diez, digamos. Comía sin demasiada grasa, sin demasiado azúcar, sin demasiada sal.
Y murió. Se murió decimos en México, haciendo reflexivo el lúgubre verbo. Como si fuera cosa de uno. Murió Marcelo Pasternac. Creo que escribía su apellido con ce, y no con ka, como su homónimo ruso, Boris —premio Nobel tan escandaloso como anticomunista—, autor del celebérrimo Doctor Jivago, interminable novela ainomás y que dio lugar a la hermosa película homónima, con la inolvidable Julie Christie y el no menos recordable Omar Sharif.
Marcelo pertenece a otro nivel. Fue, sin duda, uno de los sicoanalistas más importantes de México. Lo traté poco y lo leí mucho. Y sobre todo hablé mucho con varios de sus analizantes indiscretos (sus pacientes, dirían los no lacanianos, es decir, los equivocados). Hablé con ellos y me hablaron de su saber, de su técnica, de su talento, de su inasible personalidad.
Me hice su amigo, su seguidor y su admirador mediado. A través de otros. A lo mejor siempre es así. El amor es una metonimia dice Lacan. Es decir, se ama por contagio, por contigüidad. Quiero a quien quiere quien yo quiero.
Y lo quise, sobre todo, a través de sus colegas, a través de quienes me son cercanos y fueron cercanos (qué doloroso es a veces el pretérito) a Pasternac. A través de Daniel Dultzin, Gloria Leff, Miguel Montes y, en último lugar, es decir, en el primero, al doctor Alberto Sladogna, quien fue durante años —y espero en un futuro no demasiado lejano vuelva a ser— no mi Adriana, sino mi madeja de Adriana. Y no sólo para adentrarme en el laberinto —tampoco es tan fácil— sino quizá, dado el caso, para poder saber dónde estoy y para poder, si fuere necesario, salir.
Marcelo Pasternac es de los exiliados que le debemos a la dictadura argentina. Los mexicanos olvidamos con facilidad la bendición que representó para nuestro país el exilio de tantos hombres ilustres provenientes de países centro y sudamericanos, con el que las dictaduras militares y fascistas tuvieron a bien obsequiarnos. Nunca acabaremos de agradecérselos.
No sé si vino antes o después del golpe de estado de Videla. Da igual. Fue a mediados de los años setenta. Hace casi 40 años, y tuvo tiempo de participar en la creación y florecimiento de la Escuela Lacaniana de Psiconálisis mexicana, una de las más importantes del mundo.
Recordamos mucho más a los refugiados por antonomasia, los procedentes de la mal llamada Guerra Civil Española. Eran otros tiempos, allá y aquí, y el crimen nazi era mucho más flagrante, si cabe. Hace tan sólo unas semanas evoqué aquí mismo a esa estrella fulgurante de nuestro firmamento, Adolfo Sánchez Vázquez.
Pero no mucho antes, hablando de pensamiento y academia, también probó el sabor de nuestra tierra Alejandro Rossi, que, aunque italiano de origen, fue Venezuela quien nos lo cedió. Y tantos y tantos otros. Cualquier intento de inventario resultaría abyecto.
Pero si Sánchez Vázquez o Rossi murieron cuando debían, cuando el reloj dio la última campanada, cuando la arena de la copa superior se agotó (tampoco queremos a los señores Valdemar de Allan Poe), en el caso de Pasternac la injusticia del destino es mucho más flagrante.
Tenía aún tanto por hacer, tanto por decir, en público y en privado. Aunque reconozcamos que en sesión los lacanianos son tan locuaces como bustos de bronce. Cuentan de aquel analista que murió en plena sesión, y sólo se dieron cuenta tres pacientes después.
Pienso ahora en Ilya, mi Ilya, que no sé si me lee o no. Pero da igual (casi). Pasternac era, y seguirá siendo, un lazo entre nosotros. El decir y el silencio de Marcelo Pasternac no cesarán de ser una llama votiva al saber y a la inteligencia humanas