martes, 10 de junio de 2008

Una Chica Especial. Cuento


Una chica especial


César Mejía Zarazúa

Iba en mi grupo de la preparatoria. Estaba en mi salón desde el principio pero yo la llegué a tratar por ahí del segundo semestre, y eso porque era amiga de Jesús, un compañero de equipo que de pronto se unió a nuestro trío de extirpados sociales, harto de tener que soportar las idioteces segregacionistas de sus compañeros de equipo a causa de su homosexualidad. Nosotros tres (el cura, el grillo y yo) nos habíamos identificado desde el primer semestre por una auténtica convicción de destierro voluntario. Coincidíamos en los conciertos de los viernes y en la conclusión de que nos desagradaban nuestros compañeros de grupo, que tal parecía que habían sido previamente seleccionados de entre los más insulsos de la escuela: no mostraban conciencia política o alguna inquietud musical o literaria; ni siquiera tenían inclinaciones dionisíacas. La parte femenina la conformaba un grupo como de veinte chicas a las que era difícil encontrarles alguna gracia que tuviera algo que ver con su equipaje cerebral y no con sus atributos físicos que, en honor a la verdad, no eran para despreciarse.
Jesús llegó un día a nuestra mesa del laboratorio mientras intentábamos diseñar una práctica en la que había que poner de manifiesto la relación entre la masa y el volumen de un cuerpo, cuando de plano nos pidió con su voz meliflua que lo aceptáramos en nuestro equipo y nos explicó que estaba harto de la actitud que tenían con él los dos hombres del suyo. Le habían puesto por sobrenombre “Chuchis” y le prohibían tomar parte activa en el desarrollo de las prácticas; se burlaban de él todo el tiempo quizá en venganza de que las dos chicas del mismo equipo rondaban más con él que con ellos. Llegó a nuestro equipo y se dirigió al cura: “¿Puedo trabajar con ustedes?”. Recuerdo que el cura, jetón como siempre, sólo le dijo “pregúntales a ellos”, y nosotros, con cierta indiferencia, lo aceptamos a cambio de que elaborara los reportes escritos de las prácticas a entregar. Mientras nosotros hacíamos la parte manual de las prácticas él realizaba las operaciones, anotaba los datos y conclusiones y entregaba el reporte con el nombre de los cuatro integrantes. Luego se nos unió ella, se llamaba Esther, otra de las integrantes de su ex–equipo que de principio sólo se dirigió a Jesús, al parecer para convencerlo de abogar por ella ante nosotros y permitir también su inclusión en nuestro equipo.
Esther era una chica esbelta con acentuada apariencia oriental, sus ojos empequeñecidos podían situarla como china, coreana, vietnamita o japonesa, aunque había nacido en México. No tuvimos reparo alguno para aceptarla en nuestro equipo, excepto el hecho de que –según nosotros– habría que suavizar nuestro léxico, de común prosaico, ante una presencia femenina. Pronto habría de surgir la situación en la que nos daríamos cuenta de la notable personalidad de esta chica que, hasta entonces, se había mantenido inadvertida en el grupo.
Jesús y Esther decidieron también trabajar con nosotros en las otras materias de laboratorio, así que nuestro equipo llegó al límite de integrantes: los tres frustrados originales además de ellos dos. El cura, el grillo y yo teníamos la añeja costumbre de faltar a clases cuando sospechábamos que el tema no sería interesante. Habíamos adaptado un lugar lejano a las aulas en el que solíamos aislarnos para oír música mediante una grabadora que nos facilitaban clandestinamente en el cubículo de inglés, hablar de nuestras afinidades metafísicas y fumar mariguana cuando lográbamos conseguirla. Cierto día, Esther me preguntó que en dónde diablos nos metíamos durante la clase de lógica, que era la que invariablemente nos volábamos, y yo le contesté de broma que teníamos un escondite subterráneo en el que organizábamos misas negras y sesiones espiritistas, y la invité por si quería conocer realmente a “los hijos de satán”. Me sorprendió que aceptara la invitación y le prometí que a la primera oportunidad la llevaría.
Cuando consulté a mis compañeros me dijeron que podía invitarla a nuestro refugio –que, desde luego, no era subterráneo ni ceremonial– pero que tuviera cuidado porque éramos tres hombres y en un arrebato de fogosidad la podríamos violar. Un poco para sondear la mojigatería de la chica y otro poco para espantarla y preservar la intimidad de nuestro resguardo, así fue como se lo dije, y grande fue mi sorpresa cuando me contestó que aceptaba la violación siempre que no fuera multitudinaria.
La llevé un viernes a conocer el sitio. Abriéndonos paso entre los yerbajos silvestres que enmarañaban las zonas no construidas de la escuela, íbamos librando ramas espinosas y hormigueros gigantescos hasta llegar a un descampado adaptado con una lona apoyada en cinco bases tubulares irregulares, a la manera de una carpa, y bajo su sombra tres sillones despanzurrados de diferente estilo, además de un escritorio cojo, cuya pata rota había sido hábilmente suplida con un madero resistente que permitía su funcionamiento. Cuando llegamos, el cura y el grillo lucían apoltronados a lo largo de los sillones, uno leyendo en voz alta y el otro escuchando con los ojos cerrados. El cura leía a William Blake, haciendo referencia al origen del nombre de un grupo de rock: "Si las puertas de la percepción se abrieran, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito. Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna”.
Nos hicimos presentes mientras mis compañeros, recién atizados según pude ver en sus ojos, se incorporaban con sorpresa y nos invitaban a sentarnos. Esther miraba alrededor con asombro y sonreía con cierto disimulo.
– Así que este es el escondite subterráneo de las misas negras – dijo, con un dejo de admiración.
– ¿Te gusta? – inquirí para sondear su opinión.
– Me encanta, es como un oasis en el desierto – señaló, sin dejar de echar vistazos alrededor.
– Pues de hoy en adelante ya sabes donde estamos cuando no estamos en clase – aclaró el grillo.
– ¿Les habrá sobrado siquiera para una fumadita? Aquí se antoja.
El cura y el grillo me miraron con un gesto de reproche, a lo que tuve que aclarar:
– Les juro que yo no le dije nada.
– Es verdad, no me dijo nada – terció Esther –lo único que me dijo fue que me iban a coger o algo así.
Los tres nos quedamos de una pieza. En lo que a mí respecta supongo que enrojecí mientras mis compinches trataban de aparentar aplomo. El cura hurgó en su morral, sacó media bacha y la encendió, al tiempo que Esther tomaba el porrito y fumaba con deleite y conocimiento de causa, luego me ofreció el resto y, con más confianza, me aticé también. Esther se dejó caer placenteramente en uno de los sillones mientras comentaba acerca de la lectura interrumpida.
– Esto te ayuda a abrir las puertas de la percepción, pero sólo a abrirlas, porque trasponerlas puede llevarte al infierno o a la locura.

Esther usaba de común una indumentaria rara que le daba un aspecto de peregrina gitana. Usaba largas faldas que apenas dejaban ver unos pies menudos enfundados en unas sandalias de piel desgastada, sus blusas en cambio eran cortas, con un escote pronunciado que permitía mirar la línea divisoria de sus pechos pequeños. No usaba sostén, por lo que durante las prácticas era costumbre que, al agacharse, pudiéramos ver sus pezones en cabezadas instantáneas y en miradas furtivas. Su cabello ensortijado le caía a ambos lados de la cara y su sonrisa le empequeñecía aún más los ojos. Era bella pero no era su belleza lo que en primera instancia llamaba la atención, sino lo fijo de su menoscabada mirada, que tenía un poco de desafío, otro poco de insinuación y mucho de misterio. Por lo regular estaba acompañada de Jesús, y a veces sus improcedentes carcajadas a media clase nos permitían intuir el gran ingenio y sentido del humor del “chuchis” que, de principio, no tenía la misma confianza con nosotros, con quienes externaba una actitud cohibida y silenciosa. Seguramente lo que influyó más para que los cinco nos uniéramos como una banda de respeto fue un detalle genial que ocurrió en el patio de la escuela.

Se formaban las planillas, que eran agrupaciones estudiantiles que buscaban representar al alumnado en gestiones diversas ante las autoridades. Había un plazo para pegar propaganda en los muros y explicar de esa forma las propuestas y planes que distinguían a cada planilla, así los estudiantes decidíamos por quién votar. Nosotros tres (los desarraigados) no creíamos en las buenas intenciones de ninguna planilla, así que materialmente nos era indiferente votar por alguna, y sospechábamos que Esther era tan apática como nosotros en ese sentido. Puede ser que lo fuera, y que el incidente que relato a continuación no tuviera nada que ver con sus inquietudes políticas.

Jesús sí estaba involucrado con la planilla rosa, que intentaba representar al sector gay y adoptar una postura combativa respecto a la condición de rechazo que sufría en la escuela, de modo que se afanaba pegando enorme cartulina en el muro principal cuando llega un rufián arbitrario surgido de alguna otra planilla y arranca el cartel, rompiéndolo y arrojándoselo a la cara al pobre Jesús, quien protestaba cívicamente argumentando sus derechos ciudadanos. Mientras tanto, los tres observamos cómo Esther aparece de algún lado y, sin anunciarse, le conecta un perfecto derechazo entre ceja, oreja y madre al patán aquél, que se tambalea pero no cae. Luego surge una chica (quizá novia del patán) y por la espalda jala de los cabellos a Esther, que se libera con un rápido movimiento y perfila el uno-dos perfecto a la mandíbula de la chica, quien no pudo evitar caer y golpearse medio cuerpo con una inconveniente jardinera de concreto. Llegaron raudos varios tipos con una actitud amenazadora hacia Esther, cuyas mentadas de madre se escuchaban hasta nosotros que, sin pensarlo, ya nos habíamos apersonado en el lugar de los hechos. Por lo menos yo nunca fui partidario de la violencia, pero me sublevó mirar cómo un tipo derribó a Jesús y pretendía patearlo, caído en el suelo. Corrí como desaforado y aproveché el vuelo que llevaba para lograr una impecable tacleada al bravucón, que salió arrojado hacia su frente y quedó en el suelo completamente desmadejado. Al buscar a Esther me encontré con que el cura blandía una varilla y se colocaba delante de ella.
– ¡Déjense venir, culeros! – gritaba el cura mientras bailoteaba con el fierro entre las manos.
– ¡Arránquense, hijos de su chingada madre! –gritaba Esther.
El grillo se rifaba con dos tipos, uno de ellos el que había recibido el descontón de Esther. Me arranqué de nuevo y pude pegar la tacleada con el antebrazo en las costillas del gandalla, que luego de caer tuvo que sortear una andanada de puntapiés del chuchis y sus congéneres. Mientras tanto el cura se había visto obligado a usar la varilla y ya nadie osaba acercársele.

Pronto los ánimos se calmaron, pero lo importante es que la raza se había enterado que había que tener cuidado con la planilla de los jotos, aunque nada impidió que todos fuéramos a dar a la dirección, y que se nos convocara en la “comisión de honor y justicia” (vaya nombrecito mamón) ya que existía la posibilidad de que nos expulsaran definitivamente. Al final nos perdonaron. Los informes de otros grupos nos favorecieron al grado de que condicionaron la permanencia de nuestros rivales (parece que no era su única “hazaña”) y eliminaron a su planilla para la votación final, pero lo realmente importante de todo este asunto fue que, de ser unos desterrados incógnitos en el ámbito escolar, los cinco pasamos a ser las estrellas del show. Ganó la planilla rosa, Esther se convirtió en algo así como nuestra sombra, lo cual nos impedía en cierto grado desplegar nuestra popularidad con las chicas, pues a pesar de que nos buscaban, a Esther le temían, y no les faltaba razón. Sin embargo, Esther nos aclaró el panorama de una forma que tal vez parezca increíble, y al platicarlo me pongo a pensar si la vejez del recuerdo no estará alterando la fidelidad de los hechos.

Una mañana fría (sé que era fría porque retengo en la memoria las palabras de Esther humeando por su boca) ella habló con nosotros en el refugio: “los cité porque tengo algo qué proponerles… aunque no sé cómo lo tomarán, y a fin de cuentas a mí nunca me ha importado lo que piensen de mí… pero con ustedes es distinto”. Sus pausas indicaban que buscaba las palabras exactas pero no las encontraba porque para lo que quería plantear no existía la diplomacia. “Yo no creo en el noviazgo y en esas pendejadas que le otorgan al novio el derecho a decidir cómo tiene una qué comportarse y qué es lo que está bien o mal. Tampoco soy partidaria de los celos… ni de la pertenencia de una persona a otra. Sé que no encajo en los procedimientos humanos… que me parecen absurdos y egoístas”. Hablaba con la vista baja y el vaho que salía de su boca parecía envolver, con su vaporosa apariencia, la solemnidad de sus palabras. “Necesito tener a alguien a mi lado, besar a alguien, acariciar el cuerpo de alguien y también sentir sus caricias, pero sin encadenarme a un sentimiento tirano como el amor, y aunque eso no depende mucho de uno mismo por lo menos hay que intentar no perder la dimensión de las cosas… ya me he perdido un poco… lo que quiero decirles es que los tres me agradan, y que pueden disponer de mí sin compromisos de exclusividad…”

Los tres estábamos fascinados mirando cómo la neblina tenue que nos cercaba parecía colocarnos en el ambiente exacto para establecer un compromiso insólito. Nadie dijo nada después de las palabras de Esther. Fue el cura quien primero se acercó a ella y, apartándole los cabellos de la cara, la besó. Ella respondió al estímulo rodeando con sus brazos el cuello del cura. Después el grillo, con algún nerviosismo acercó su cara a la de ella y no tuvo que hacer nada más, pues ella lo atrajo hacia sí y lo besó largamente mientras yo pensaba que tal vez la atmósfera brumosa y el escenario fantasmal en que nos encontrábamos era el simple resultado de un extraño sueño compartido. Cuando la besé sentí primero la delicadeza de sus labios abrirse con docilidad, luego sentí como su lengua exploraba la mía en un encuentro que, si bien era tierno, también tenía su parte de provocación. Me hechizó su manera de besar y amoldar su cuerpo al mío en perfecto ensamblaje, la sensación de nuestros cuerpos adheridos era tal que hubiera deseado permanecer así todo el tiempo que se pudiera, pero ella separó sus labios de los míos, dio media vuelta y se fue desvaneciendo lentamente entre la niebla como si todo no hubiese sido otra cosa que una fortuita aparición. Los tres enmudecimos un momento y quedamos absortos, con una expresión idiota, como de arrobamiento, quizá enamorados, y para peor, de la misma chica.

El pacto surgió después:
- El cura los lunes, el grillo los miércoles y yo los viernes.
- Martes y jueves todos juntos sin violentar la situación.
- Prohibido platicarnos a nosotros mismos nuestra onda con ella.
- Prohibido enojarnos entre sí.
- Llegado el caso, usar condón.

De aquí en adelante sólo puedo hablar de ella y de mí y de la extraña relación que nos unía los viernes. Eran los días que había concierto y pasaba la hierba de mano en mano en la explanada. Gordos cigarros rudamente forjados iban y regresaban. Normalmente Esther y yo aprovechábamos para ponernos a tono y así disfrutar el concierto, que a veces se alargaba según evolucionara la aceptación del auditorio. Después nos íbamos a compartir nuestras liviandades al refugio. Nunca me permitió que la penetrara a pesar de que siempre llevaba un condón listo en mi bolsillo. Podía colocar mis manos en todo su cuerpo (duro y exquisito), explorar sus íntimas exudaciones y frotar su clítoris con mi dedo medio o con mi lengua, sorber y morder sus pezones erizados, acariciar sus nalgas redondeadas y recorrerla toda hasta mitigar mis deseos contenidos. Ella sabía utilizar magistralmente sus manos y su boca, y era un deleite beber nuestro aliento entrecortado mientras ambos cuerpos se entregaban a los goces que nuestra imaginación pudiera alimentar. Pero nunca la penetré.

La semana se me hacía eterna y de pronto me descubrí cebado como los tiburones que han saboreado la sangre de su presa. Había ido creando una fuerte adicción hacia Esther y un día era demasiado poco para arreglarme con todas las secreciones hormonales que recorrían mi interior. Los martes y los jueves eran días buenos en que los cinco permanecíamos juntos. Nos reuníamos en el cubículo de la planilla rosa, donde Jesús nos convidaba café y galletas mientras le ayudábamos a preparar sus volantes informativos y discutíamos posibles soluciones a diversos problemas planteados por los alumnos. Al final todos nos íbamos al refugio para atizarnos, pues la consecución de la hierba se había facilitado mucho gracias a nuestra cercanía moral con la planilla rosa, que entre sus miembros tenía una pequeña población perteneciente a la sociedad pacheca. Eran buenísima onda los gays, y en honor a la verdad, muy responsables de su compromiso. Adoraban a Esther e intentaban por todos los medios convencerla para que se integrara a ellos, pero ella les tenía bien advertido el asunto de que sólo podía echarles una mano dos días a la semana, y tenían que conformarse con ello.

Como era de esperarse, la comunicación que teníamos los tres relegados sociales antes del asunto de Esther se vino abajo. Es verdad que nos seguíamos viendo, aunque con mucho menos frecuencia. Solíamos coincidir los martes y los jueves y fingíamos (por lo menos yo fingía) llevar la misma relación de siempre, pero los tres sabíamos (por lo menos yo sabía) que las cosas no podían ser como antes. Interiormente, lunes y miércoles me roían los celos al pensar que Esther hacía con mis amigos lo mismo que hacía los viernes conmigo. Nunca estuve preparado emocionalmente para sobrellevar una relación como la que llevaba, pero ¿qué podía hacer? si me había enamorado como un gran imbécil y sospecho que el cura y el grillo estaban en la misma condición. Ella lo sabía, o mejor dicho, lo sentía, de modo que la situación poco a poco se iba haciendo insostenible a mis ojos. El refugio seguía siendo frecuentemente visitado pero ya no éramos los tres originales visitantes, de hecho, ya los tres originales visitantes rara vez teníamos oportunidad de hablar sin la presencia de Esther, y ya no porque ella nos atosigara con su presencia, sino exactamente por lo contrario.

Es difícil que tres adolescentes posesivos puedan tener el criterio para sobrellevar una situación como la que aquí relato, pero es más difícil que dicha situación permanezca intacta en su proceso (o quizá una cosa debido a la otra). Algo hay, tal vez la ley de las probabilidades o el destino o el curso ignoto del azar, que acaba por intervenir y definir los hechos. En este caso, la definición fue bastante triste para mí, y llegué a pensar que sí, que en efecto un ente incorpóreo e imprevisible determina resolver toda clase de realidades, no sin dolor.


A la distancia, no puedo asegurar que lo que realmente sentía por Esther fuera amor, pero en esos momentos hubiera sido capaz de cualquier cosa con tal de quedarme con ella sin tener que compartirla; con tal de haber llevado con ella una relación normal, como cualquier otra. Súbitamente la necesidad que sentía de ella se había centuplicado y lo peor del caso es que no tenía absolutamente a nadie a quien confiar mi problema, que sin ser problema yo así lo dimensionaba (síndrome de adolescencia). Un sólo día a la semana llegó a ser demasiado poco y nuestros encuentros fueron cambiando su significado hasta convertirse para mí en una especie de limosna, y cuando estaba a punto de hablar con ella para revelar mi complicación, ocurrió lo que ocurrió.

Era un jueves, llegué temprano a la escuela y entré a clase. La maestra de latín anotaba en el pizarrón una serie de declinaciones y yo, con toda resignación, me senté a copiarlas en mi cuaderno. En eso entró Joaquín, integrante de la planilla rosa, con una agitación inusual; entró abruptamente al salón y me dijo al oído que habían golpeado a Jesús, que él lo había encontrado sangrando de la cabeza y que hasta el momento no sabía quién había sido. Salí del salón y fui directamente al cubículo rosa, donde Jesús era atendido por dos chicas que recién se habían enterado. La hemorragia era escandalosa y en ese momento el coraje que sentí no me hizo pensar más que en la venganza. La herida sangraba copiosamente y supuse que urgía llevar a Jesús a que lo suturaran en la enfermería. Entre todos lo ayudamos hasta que la enfermera lo introdujo a su pequeño local y nos pidió regresar por él en media hora. Una punzada intuitiva me sugirió ir al refugio, creyendo que (en realidad creyendo nada, sino preso de una confusión absoluta y actuando casi por instinto) por lo menos en el trayecto habría tiempo para despejar la mente, así que fui hacia allá llevando una intensa sensación de incomodidad que, estoy seguro, iba más allá del asunto de Jesús.

Atravesando el frío otoñal de la mañana, casi para llegar, escuché unos gemidos entrecortados que me obligaron a silenciar la marcha y ocultar mi llegada. Ahí estaban Esther y el cura, abstraídos por completo del mundo exterior: ella montada sobre él, diagonalmente acomodados en uno de los sillones, cubriéndoles la piel el ancho vuelo de la falda, balanceándose sincrónicamente en un movimiento frenético. En una palabra, cogiendo. Yo sabía que el acto necesario de prudencia que me correspondía era regresar sin ser advertido, pero una luz de perversión me invadió y decidí hacerme presente. Quería que ella supiera que había visto todo, quería que ambos supieran. Caminé un poco hasta colocarme en un punto en el que los dos pudieran verme, y con una voz temblorosa y hueca les avisé con parquedad que habían madreado a Jesús, que estaba en la enfermería y que urgía averiguar quién había sido.
Di la media vuelta y en el camino de retorno iba recreando el repentino cambio en la cara de los dos, del furor lúbrico a la sorpresa. Ni siquiera habían intentado disimular su postura o dejar de hacer lo que estaban haciendo, y una punzada en alguna parte de mi interior me recordó que Esther nunca había accedido a hacer el amor conmigo, y volví a sentir el ardiente efecto de los celos incendiarme por dentro.

Cuando llegué de nuevo a la enfermería estaban cosiéndole la cortadura a Jesús. Él ya estaba más tranquilo y cuando le pregunté que quién había sido, me dijo que me lo diría en el cubículo en cuanto terminaran de suturarle la herida. Poco después llegaron el cura y Esther, y con absoluta desenvoltura me saludaron y me preguntaron si ya había averiguado algo. A mi vez, ocultando la terrible decepción que me acometía, intenté aparentar tranquilidad y les comenté que había notado misterioso a Jesús y que no había querido decirme nada en la enfermería.
– Tal vez fueron los mismos pendejos de la primera vez ­–dijo el cura con algún resentimiento.
– No creo, esos culeros están condicionados, a menos que los hayan corrido por otra razón y hayan buscado el desquite – explicó Esther.

Luego de sopesar la naturalidad de la actitud de ambos, empecé por preguntarme cuál era el delito si es que lo había, cuál era la razón de mi cólera, por qué pretendía que ellos deberían tener algún sentimiento de culpa, y entendí que, finalmente, todo estaba en su lugar. ¿Alguien me había engañado? ¿No sería que mi egolatría se veía avasallada por una derrota sentimental? Estaba claro: ella prefería al cura, ¿lo sabría él? Me quedé unos minutos conjeturando hasta que salió la enfermera con Jesús, le entregó unas pastillas contra el dolor y le recomendó que interpusiera una queja en la dirección contra el responsable de la agresión. Justo para abandonar la enfermería llegó el grillo, haciendo valer su proverbial impuntualidad.


– ¿Qué te pasó, cabrón? –preguntó, todavía con la agitación de la prisa.
– Vamos al cubículo, no podemos hablar aquí.

El cura y Esther se levantaron y todos nos dirigimos al cuartel general de la planilla rosa, defensora de los derechos de los alumnos, propulsora de debates con el cuerpo académico, generadora de propuestas para reunir fondos y organizar eventos artísticos y culturales, creadora de campañas de información sexual y receptora de toda clase de quejas o inquietudes de los estudiantes. A pesar del tradicional espíritu obcecado y retrógrado que priva en las instituciones educativas, el alumnado se había percatado del compromiso que habían asumido los miembros de la planilla y en la misma medida habían compensado con propuestas a considerar y con una implicación de aparente apoyo.

Jesús se había vuelto imprescindible para la buena marcha de la planilla. Había sabido desplegar su liderazgo organizativo y los estudiantes lo conocían y lo respetaban en tanto receptores de los beneficios de su comisión, seguramente por eso fue que el director de la institución le envió un mensaje muy claro en labios del golpeador, que ni siquiera era alumno del plantel: “Me manda el ing. Rosales a decirte que le bajes tres rayitas a tu desmadre, que le estás poniendo en contra a los chavos”. Luego un fulminante gancho al hígado que dobló a Jesús y que lo mantuvo de hinojos unos momentos: “próximamente el inge te va a enviar un documento en el que te explica con pelos y señales cuáles van a ser de hoy en adelante las verdaderas funciones de tu planilla” y luego así, resoplando genuflexo, fue como lo sorprendió el golpe final en la cabeza. Pudo haber sido un bat, una varilla o cualquier cosa. Jesús ya no supo nada hasta que despertó sangrándole la cabeza en el regazo de una de las dos chicas que se percataron de la súbita carrera con que el tipo salió disparado del cubículo.

Así las cosas, tomaba forma el estilo autócrata de nuestro notable director, y nos colocaba en una delicada complicación a los colaboradores de la planilla. Pasados unos días, se dio el nombramiento oficial del consejo estudiantil, en el que aparecían minuciosamente seleccionados los mismos estudiantes con los que zanjáramos la primera dificultad. Pareciera que las autoridades de la preparatoria se empeñaran a toda costa en restringir los espacios de pensamiento, reflexión y libertad para los alumnos, pues prohibieron conciertos, conferencias, exposiciones y todo tipo de evento, con el pretexto de que éstos promovían la toxicomanía y la promiscuidad entre el estudiantado.

Jesús convocó a junta al personal de su planilla y a todos los que de algún modo colaborábamos en ella. Nos advirtió que había recibido de la dirección una orden por escrito en la que se nos conminaba a operar como brazos organizativos y ejecutores subordinados al consejo estudiantil. Sometió a votación la decisión final y, luego de los resultados de ésta, disolvió a la planilla rosa y redactó un comunicado en el cual declaraba abstenerse en lo sucesivo de participar en actividades escolares ajenas a las estrictamente académicas.

Luego de variados acontecimientos escolares en los que se definió con toda claridad la inmovilidad a que deberíamos acostumbrarnos para evitar problemas, y en apego a nuestra vuelta a la vida civil, sin militancia de ninguna clase, podíamos gozar de más tiempo libre. Recuerdo que en esos días pude pensar con cierta calma y redefinir la situación general, pues a pesar de mi enamoramiento comprendía que no estaba en situación de exigir absolutamente nada, y hacerlo (exigir algo) hubiera dado al traste con mi fuga sensorial de los viernes, que persistía con toda normalidad. Así las cosas, el convenio de nuestro triunvirato seguía siendo continuar nuestra clandestina relación con Esther. El semestre estaba a punto de terminar.

Yo la notaba ajena, distraída, como quien no sabe cómo deslizar su humanidad por el pedazo de vida que le corresponde. Seguramente le preocupaba el hecho de haber provocado una situación que se le había ido de control y cuya solución no dependía estrictamente de ella. Así es como la veía yo, aunque al parecer su preocupación nada tenía que ver con alguno de nosotros. Durante la clausura del curso, a la que nos comprometimos a asistir más o menos la mitad del grupo, no teníamos otra cosa qué hacer sino aplaudir cuando presentaran a las autoridades en el presidium, guardar silencio durante cada una de las peroratas y estrechar con reverencia la mano de cuanto mamarracho inescrupuloso se apareciera por ahí. Esperábamos que terminara la ceremonia para llevar a Esther a celebrar el fin de semestre a casa del grillo, que estaba sólo, cuando repentinamente ella se levantó y se dirigió hacia el presidium, en el que el maestro de ceremonias estaba por declarar la clausura del semestre escolar, y pidió la oportunidad de dedicar unas palabras al director. El maestro de ceremonias, sonriente, pensando que las palabras de Esther seguirían la misma línea rastrera de cuantos la antecedieron, le alargó el micrófono y ella habló.

“Señor Director: no preparé, como hicieron los demás, un guión que me llevara a conectar las ideas de mi discurso, porque lo que tengo que decirle es muy simple. Yo soy muy joven, voy a cumplir apenas mi mayoría de edad y quizá sea ese el inconveniente capaz de restar validez a mis palabras. Yo creo que todos tenemos una deuda grande con nuestra sociedad y debemos pagarla. La mía consiste en estudiar duro y en intentar a diario ser consecuente con lo que quiero que sea mi país. Pero si en este momento estoy diciendo lo que estoy diciendo sólo para simular y al salir de aquí lo que hago es forzar las cerraduras de la subdirección para robar los exámenes finales y venderlos, ¿Qué es lo que sería yo? ¿En qué me estaría convirtiendo? Señor Director, no le quito más su tiempo, sólo me resta decirle que los alumnos sabemos la clase de persona que es usted, y no sólo usted, sino con toda seguridad también los ‘honorables’ señores que lo acompañan, y le pido a mi destino que ojalá nunca tenga que torcer mis convencimientos al grado de llegar a ser como cualquiera de ustedes, porque entonces mi vida se habría convertido en algo inservible. Gracias por permitirme hablar”.

El auditorio adquirió una majestuosidad repentina cuando se vio envuelto en tanto silencio. No se oyeron aplausos ni cuchicheos. Sólo se vio la delgada figura de Esther entregar el micrófono y darse media vuelta, recorrer la escalinata que la depositaba en el pasillo principal y abandonar la sala. Nosotros, absortos, nos quedamos mirándonos sin saber con certeza lo que teníamos que hacer. Sin embargo, a falta de iniciativa nuestra, el resto del público empezó a abandonar el auditorio de una manera que se adivinaba como un acto de solidaridad hacia Esther. El silencio de la multitud y los ruidos sordos de nuestros pasos en el suelo formaban una especie de concierto luctuoso, mientras los honorables miembros del presidium quedaban pasmados ante el atrevimiento de la chica. Los tres pretendíamos acelerar la marcha, reunirnos con Esther, felicitarla por su acto de valentía y cerrar el final del semestre con broche de oro, pero no podíamos agilizar la marcha debido a que la calmosa multitud llevaba un paso lánguido que no había forma de alterar. Una vez en la explanada, volteábamos a las bancas esperando descubrir entre el gentío la sonrisa cómplice de Esther. Esperamos un momento no muy largo con la esperanza de que ella se reuniera con nosotros; nos dispersamos hacia los lugares donde la lógica indicaba que podría estar; luego nos volvimos a reunir con idénticos malos resultados. El asunto es que jamás dimos con ella, lo que nos movió a pensar que probablemente algún sicario del director la había detenido a la salida y la habría forzado a permanecer cautiva. Ya después comprendimos que ningún tipo en la escuela, esbirro o no del director, porro o estudiante, tenía los tamaños para intimidar de ninguna forma a Esther, por lo que decidimos ir a buscarla a su casa, pero en ese momento reparamos en el nimio detalle de que nadie de nosotros conocía su casa, y nos quedamos como estúpidos, sin saber qué hacer.

Cuando acudimos a control escolar nos encontramos con la sorpresa de que todavía había por ahí algunas trabajadoras. Entramos y empezamos a actuar el papel previamente ensayado: necesitábamos urgentemente averiguar el domicilio de nuestra compañera de equipo porque ella tenía en su casa un trabajo que nos exigían para modificar a nuestro favor una calificación equívoca. El profesor iba a permanecer una hora más en la escuela y era apremiante localizar a nuestra compañera.
– Tenemos absolutamente prohibido revelar datos de los alumnos.
– Este es un caso de verdadera urgencia…
Sorpresivamente aparece una diminuta mujer por entre los archiveros del fondo de la oficina, nos mira con una indecisa insistencia hasta que resuelve acercarse a nosotros.
– ¿Cómo se llama la persona a la que buscan?–pregunta con una colosal timidez.
– Esther Lozano Duang –contesta el grillo
– Dejó una carta para Jorge Hidalgo, ¿Es alguno de ustedes?
El cura se abalanzó sobre el papel hasta casi arrebatárselo a la señora, quien amablemente le pidió con su voz escrupulosa que le mostrara su credencial; luego de revisarla con una desesperante calma, y antes de regresar a su lugar, la señora nos aclaró que la chica se había dado de baja en la escuela, y que ella misma le había devuelto sus documentos.

Ni el grillo ni yo quitábamos nuestra mirada de la cara del cura, que mientras leía se iba transfigurando de la curiosidad a la frustración. Luego de leer, estiró simplemente su mano mirando con tristeza hacia la lejanía y nos entregó el papel: “Me voy con mi madre a Bangkok, no hubiera podido decírselos de frente. Este país no es para mí, no lo soporto. Perdón y gracias por todo. Jamás los olvidaré”.

Luego de quedar atónitos, sin saber qué hacer o qué decir, se me ocurrió que tal vez Jesús sabía dónde vivía. Ellos habían sido confidentes y no hubiese sido raro que alguna vez Esther lo hubiera invitado a su casa. Lo buscamos por toda la escuela sin encontrarlo, y cuando estábamos a punto de rendirnos alguien nos dijo que estaba en el último rincón de la biblioteca, que a esas alturas del semestre estaba casi totalmente vacía. Al llegar con él parecía que dormía con su cabeza apoyada de lado entre sus brazos cruzados. Cuando levantó la cara vimos que lloraba, y al vernos su cara adoptó un gesto de enorme dolor y cerró sus ojos enrojecidos para decirnos en seguida: “Me hizo prometerle que no les diría dónde vive, me dijo que le faltó valor para explicarles todo y que sentía que les había hecho daño, me pidió que les pidiera perdón en su nombre, y aunque me pongan en la madre no voy a decirles dónde vive, tal vez mañana que ya se haya ido.”

Jesús sufría más que nosotros y ni utilizando la tortura le habríamos sacado algo, de modo que los tres nos quedamos callados, yo admirando el cariño lleno de lealtad que le guardaba a Esther y los otros dos mirándolo con cierta ternura. Los cuatro salimos de ahí ensimismados, sin la menor intención de asistir al concierto de clausura, del que se empezaban a oír los primeros acordes y batacazos, y que, en especial a mí, me habría atiborrado de dolorosas evocaciones. Nadie habló. Una vez fuera de la escuela nos dimos la mano para despedirnos y luego cada quién tomó su rumbo.

En lo personal, viví las peores vacaciones de mi vida: lleno de recuerdos frescos que me inducían al llanto o a la masturbación; sintiendo por primera vez la impotencia en toda su dimensión; luchando interiormente por olvidar y confrontándome con la imposibilidad de hacerlo; descendiendo en el cansancio nocturno hasta sueños recurrentes amargo-eróticos.

Sobra decir la forma en que la tristeza nos tragó a los tres, que un día de vacaciones (en el colmo del ridículo) nos reunimos a tomar unas cervezas y terminamos llorando como si ella se hubiera muerto. Luego de aquella reunión no volvimos a vernos sino hasta el siguiente semestre. Nos encontramos en el refugio sin habernos puesto de acuerdo. Acudimos todos a recordar a la mujer que había dejado impregnada su presencia en nuestro resguardo compartido, y en nuestro corazón…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Encuentro tristeza y enojo profundo en el escritor, un estar complentamente en desacuerdo a la nula libertad en muchas areas en nuestro mundo, un grado muy alto de respeto a lo que significa ser un amigo y concepto de amor muy pero muy especial.... me gusto bastante.

Yuliana Hackett dijo...

¿Acaso es esta una de las razones por las cuales los individuos desean mudarse a otro lugar? un lugar no necesariamente físico o geografico, sino a un lugar substituto. Un lugar que no proviene del deseo original sino de la renuncia a éste. Tomar un lugar que pertenece y que es forzado por el poder de los "políticos".

Me parece que este cuento demuestra como las inquietudes de los individuos son silenciadas por el abuso de poder, especialmente si estas inquietudes amenazan la estabilidad del grupo "adinerado" o con cargos politicos.